
Creo sinceramente que la cuestión que da título a este post es algo que ha pasado por la cabeza de todas cuantas practicamos la feminofilia, y en más de una ocasión. Muchas veces, la idea ha sido producto de la culpa que irremediablemente llega después de las primeras sesiones de transformación, en las que, una vez que pasa el impulso y la excitación asociada a él, queremos inmediatamente despojarnos de las prendas femeninas y juramos no volverlo a hacer. Aunque siempre recaemos. Más temprano que tarde.
Otra razón que nos orilla a querer dejarlo puede ser el inicio de una relación sentimental, pues es frecuente asociar erróneamente el travestismo con la incapacidad o falta de voluntad para tener pareja, y se espera que en el momento en que dicha pareja llegue a nuestras vidas, el deseo por transformarse en mujer cesará completamente, pensando algo como “ya tengo novia, ya no necesito sentirme mujer”. Ligado con esta idea se encuentra el hecho de renunciar a la feminofilia para evitar ser descubiertas por esa ya mencionada pareja.
Otro punto para considerar dejar de lado el travestismo puede ser la llegada de los hijos y la voluntad de asumir una figura completamente masculina para la crianza y el desarrollo de los mismos, pensando quizá que es tiempo de “madurar” y que ya pasó la época de estar inmiscuido en actividades que implican portar ropas asociadas con el género opuesto y jugar a sentirse mujer por ratitos.
Sin embargo, yo soy de la idea de que no se puede dejar atrás el travestismo. No se trata de un simple hábito como la ingesta excesiva de Coca-Cola o de pan dulce, tampoco es un vicio como el tabaquismo o el alcoholismo. No. Ser travesti va más allá, es algo que está profundamente implantado e incorporado en nuestra forma de ser, en nuestra personalidad y en nuestra psique. Es posible, eso sí, contener las ganas por algún tiempo, haciendo grandes esfuerzos y tal vez hasta con ayuda de terapia, pero inevitablemente volverán.
Yo misma he tratado de dejarlo más de una vez, por alguna de las razones citadas arriba, pero siempre he vuelto a las andadas. Me he deshecho de toda mi ropa, en un intento por no tener a la mano nada que me pudiera hacer caer en la tentación, pero eso me ha llevado a límites considerables de desesperación y termino poniéndome hasta una toalla alrededor de la cintura para que haga las veces de falda o vestido, dejando que mi imaginación se encargue del resto. Puedo tener éxito durante unos días, o unas semanas… unos meses en el mejor de los casos, pero al final las ganas de vestirme de mujer siempre regresan, porque son parte de mí, son un componente indivisible de mi personalidad y de lo que me hace ser quien soy.
Y dicen los terapeutas que no se recomienda tomar la frase “pues yo así soy” como una manera de evitar salir de la zona de comodidad y continuar temiéndole al cambio, pero este no es el caso. Yo no digo “ay, pues ya soy travesti y así seré toda la vida” por miedo a cambiar, o miedo a dejarlo. No. Yo lo digo porque sé que podría dejarlo si me lo propongo con verdadero ahínco, pero ¿qué me va a traer eso a cambio? Una vida llena de frustración por no poder expresar lo que hay dentro de mí con libertad. Me enojaría con el mundo y viviría resentida permanentemente. Sé que extrañaría transformarme en Nadia cada que volteara a ver un aparador o un catálogo con lencería o cada vez que en mi camino se cruzara una mujer con un atuendo o un maquillaje de ensueño.
Reconsidero mi postura: tal vez, y solo tal vez, es posible dejar atrás el travestismo, pero creo que el precio de hacerlo sería demasiado alto. Amo vestirme de mujer, amo las sensaciones que me da el satín, el encaje, el nailon, sobre mi piel recién depilada. Me fascina la lencería, los vestidos, las faldas, y la ilusión de portarlas. Verme en el espejo como una mujer es, para mí, una de las cosas más valiosas y disfrutables de la vida.
¿Ustedes qué opinan? ¿Se puede o no se puede?
NOTA: Este post está dirigido a travestis únicamente. No es mi intención tocar el tema de la transexualidad.